Obligados a irse del hogar: qué hacen las y los adolescentes que están al cuidado del Estado cuando son mayores de edad – REDACCION

Medio: REDACCIÓN

Periodista: Florencia Tuchin

Luciana tiene 19 años y vive con su hijo de tres en un hogar en Balvanera. Ella se está preparando para que su salida de la institución ocurra de la mejor manera posible. Pero aún no tiene trabajo ni un lugar dónde vivir. En situaciones muy parecidas, en la Argentina hay 10 mil chicos y chicas que fueron separados de sus familias por haber sufrido abuso, maltrato o abandono.

 

Para todo el mundo, egresar significa cerrar una etapa y empezar una nueva. La mayoría vive el egreso —de la primaria, la secundaria o la universidad— con ansiedad, alegría o dudas. Es un momento esperado.

Pero para Luciana Ludmila Alegre, como para los alrededor 10.000 niños, niñas y adolescentes que en la Argentina viven en hogares, separados de sus familias, la palabra egresar tiene una connotación totalmente distinta: no la relacionan, en primera instancia con el ciclo educativo, sino que siempre tienen presente que al cumplir los 18 años, pueden quedar en la calle, sin trabajo y sin educación.

Luciana, que tiene 19 años, vive en Casa Nuestra Señora de Nazareth, un hogar del barrio porteño de Balvanera, junto a Toto, su hijo de tres años. Ahí llegó a los 16 años con un bebé de seis meses. Antes, vivía con sus padres y sus 12 hermanos en un asentamiento de Palermo.

“Llegué al hogar en el momento justo porque quería salir adelante. El hogar me ayudó a encontrarme conmigo misma. Al principio no hablaba, desconfiaba de todos y me quedaba encerrada en mi cuarto con mi hijo. Cuando ingresé, no tenía documento porque me lo habían robado y me acompañaron a sacarlo de nuevo. También me acompañaron al hospital”, expresa Luciana, que en una primera impresión parece tímida e introvertida, pero que al contar su historia se muestra segura y empoderada.

Salvo en las vacaciones, Luciana se levanta todos los días a las 6. Hasta las 9.30 tiene tiempo para desayunar. Antes, ordena su habitación y se prepara para ir a la escuela.

 

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“Hoy en el hogar somos 10 chicas. Cada una tiene su habitación y su baño. Sé que en otros hogares comparten habitación hasta 6 personas. Yo duermo sola con mi hijo. Antes de vivir en el hogar, podía llegar a compartir habitación con ocho hermanos. A veces dormíamos en el comedor o la cocina. Ahora tengo mi propio espacio, agua caliente y comida todos los días. No paso más frío o hambre” cuenta la joven, que es una de las más grandes en el hogar y por eso recurrentemente las otras chicas la toman como ejemplo. Esa mirada de las otras, en cierto punto se vuelve una presión y una responsabilidad para Luciana.

Estar en un hogar es conocer gente nueva todo el tiempo. Hay chicos que están una semana, unos meses o un año. Uno está permanentemente adaptándose. “Los límites es algo que cuesta entender. Muchos venimos de casas donde no había límites. Al estar en un hogar hay horarios y hay que pedir permiso para hacer distintas cosas. Cuesta dejarse querer y cuidar. Algunas chicas son más difíciles que otras en el sentido de dejarse acompañar. Tratamos de no discutir entre nosotras. No me gusta que mi hijo me vea peleando. Ya lo saqué de un ambiente violento. Por eso, siempre tratamos de pensar en los niños. Casi todas somos madres jóvenes”, cuenta Alegre.

Este año, Luciana va a cumplir un sueño: terminar el secundario. Ella va a ser la primera de su familia en obtener el título secundario. Después, quiere estudiar para ser trabajadora social. Sus compañeros de la escuela le pidieron que este año sea la presidenta del centro de estudiantes. Ella se muestra entusiasmada por la idea de defender los derechos de sus compañeros, pero teme que este año se vea sobrepasada.

“Para mí es muy importante cerrar esta etapa porque el colegio me costó un montón. Antes de ir al hogar, iba un tiempo a la escuela y después mis padres no me mandaban porque tenía que laburar en la calle, como vendedora ambulante. También me mandaban a pedir monedas y si no traía nada me cagaban a palos. No podía estudiar. La prioridad era el trabajo porque sino no comía. Yo no podía decir lo que pasaba porque me daba culpa. Tenía miedo de que me alejaran de mi casa. La prioridad para mí era la familia, aunque yo no era prioridad para ellos. Todo el tiempo le digo a mis hermanos que estudien aunque estemos distanciados”, relata.

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